REDACCIÓN: Cortesía
La final del siglo, la final del mundo, la final soñada. Todos los rótulos que promocionaban la final de vuelta entre River y Boca Juniors quedaron este domingo reducidos a nada. El espectáculo histórico, el partido imperdible, finalmente se doblegó ante el rival que Argentina no ha podido vencer.
El Monumental estaba preparado para una fiesta, y se encontró en cambio con un escándalo. Tal como ocurrió hace tres años en La Bombonera, cuando la semifinal tuvo que ser suspendida, otra vez un River-Boca se quedó en lo mismo. Ésta vez eso sí es la sensación es aún peor.
Las señales comenzaron temprano. Primero el caos en el acceso, la detección de entradas falsas. Luego en la imagen de una madre amarrando fuegos artificiales a una niña para intentar sobrepasar los controles policiales. No hay imagen que explique mejor lo que pasó en el Monumental.
Argentina, el país que vive el fútbol como ningún otro, está desde hace años en una ruta que cada vez inquieta más. La pasión, la euforia, el aguante, que sirven como publicidad en el extranjero, ahora muestran al mundo la otra cara: violencia, corrupción, mafias. Una estructurada al borde del colapso.
Y hoy se derrumbó. La imagen que dará la vuelta al mundo no será un gol de Lucas Pratto o uno de Carlos Tevez. Menos a un equipo levantando una copa. La escena que se repetirá una y otra vez será el bus de Boca siendo apedreado, jugadores heridos, y una cancha vacía. No existe una peor final que ésta.
En medio, además, una espera inconcebible. La Conmebol intentando sostener un espectáculo que se caía a pedazos, postergando la hora del encuentro y dando señales de una normalidad que no había. La suspensión que debió pasar a las una de la tarde se alargó hasta las 19:00.
En ese momento el corolario de violencia aún no terminaba. Hinchas de River se peleaban con la policía en los pasillos del Monumental, mientras en las salidas del recinto aficionados de los millonarios intentaban robar boletos de otros para asistir al partido mañana.